jueves, 30 de octubre de 2008

Dos ciudades.

¿Qué lleva a un hombre a enloquecer por una mujer? Nunca lo sabremos. Es algo tan misterioso como la perfección de la belleza de una concha marina, como la fragancia de la lluvia. Hemos visto caer reinos por una mujer, acaso menos bella que otras cortesanas que vivieron incógnitas. No enloquecemos por la mas hermosa, pero una mirada de esos ojos que nos hipnotizan vale mas que una corona. Tampoco son los secretos del placer, con ser mucho el que se obtiene de ese cuerpo, de esos ojos, esa mirada, de saber que esos suspiros son por los transportes que uno lleva a su carne. El mas limitado razonamiento nos llevaría a considerar que comparables goces se encontrarían con otra hembra hermosa, y sin que ello arrasara nuestra suerte. Pero no. De pronto una mujer, ni la mas hermosa, ni la mas inteligente, ni la mas sensible, se cruza en nuestro camino, y un temblor de esa carne nos exalta como para que rindamos a su encanto -ante ese encanto, y no otro- toda nuestra fortuna. Nunca sabemos por qué somos tan poco racionales. Pero hay ocasiones en que una criatura fastuosa espadaña ante nosotros un esplendor que además solo nosotros captamos en esa intensidad, y todos nuestros minutos dependen ya de ella, de conseguir... ¿que? Acaso nada... Porque jamás logramos hacerla completamente nosotros, yo. Es una lucha que no tiene fin y que suele llevar al desastre. Es la contemplación de una imagen mutilada, como aquella de El amor y Psiquis de Canova que se truncó en el incendio de Arkhangelskoy, deslumbrante, aún rota, entre los restos del incendio.
Aquel día fuimos a comer cerca de Biarritz, a un paraje junto al Nive. El día era espléndido, como si quisiera acompañar con su belleza, con su placidez, el milagro de aquella relación que acababa de nacer. Comimos bajo los árboles, y mi fiel criado se esmeró en preparar una cesta suculenta.
Su encanto era irresistible. Su pelo oscuro que el viento movía sobre su frente, la piel dorada, sus ojos verdes turbios como esmeraldas. Esa turbiedad acaso fuera una de las esencias de su fascinación. Nunca podría saber con ella si me acompañaría hasta la muerte o si me abandonaría hasta en la puerta del primer hotel, o si en el fondo de su aventura espléndida guardaba la fortaleza suficiente como para bailar como un derviche sobre mis despojos una vez que me hubiera sacado el alma. No había amor en sus ojos, era otra cosa: fiebre. Acaso no había amor en su corazón. Pero era tan fuerte su destino, el movimiento de su vida, su ansia de futuro, su encarnación del juego y la alegría, su vigor, su insolencia, su devastación... el aturdimiento de esa fiebre...
Esos ojos me embrujaban. Lo que pudiera haber tras el iris de esa belleza pertenecía a los dominios del Bacilisco. Eran las antorchas que vio Propercio en los ojos de Cintia. Yo miraba su boca, me excitaban aquellos dientes no demasiado regulares. Nunca se insistirá bastante, ay, en la importancia que para una notable erección tiene una dentadura imperfecta, incluso, en ocasiones de una perversión acentuada, ciertos aparatos de corrección dental. Basta decir que una dentadura perfecta, regular, no excita nada. Algo parecido me ha sucedido siempre con las gafas, aunque esto ya con mujeres mas hechas que ella. Elemento esencial para aplacar a los fantasmas de cada cual: quien haya gozado lo que el gran Vatsyayana denominó "pulimento" y "absorción", realizados por una linda cara con gafas, no ha podido olvidarlo. Como el aloe, expulsa la melancolía del alma.
Después de comer sentí crecer de nuevo en mí su ansia por gozar. Me bastaba mirarla para sentir mi verga crecer, casi jadear. Era algo que no me había sucedido nunca, ni aun en aquella perdida juventud en que prácticamente está uno todo el día en estado de gracia. Con frecuencia yo debía recurrir a mis sueños para excitar con ellos mis sentidos, a veces incluso recurrir a alguna representación: mas de una vez he sido Rodolfo y ella Mimí, susurrándole "Che gelida manina" al tiempo que llevaba la suya hasta empuñar mi miembro; a cuántas he amado adjudicándoles en la oscuridad de mis ojos un rostro obsesionante mientras mi polla entraba y salía de una carne anónima a la que solo pedía su misterioso tacto como de algas marinas. Cada cual se corre como puede; yo creo haberlo hecho hasta de Sparafucile. Pero con ella era diferente: me bastaba mirarla, la deseaba cada segundo, hubiera podido muy bien morir jodiendo.


Friedrich.

martes, 7 de octubre de 2008

Enhorabuena.

MIENTRAS TÚ DUERMES

A Joana

En la plaza humillada por la lluvia
miro la alta ventana iluminada
que no quiero perder: no he de rendirme
a la condena de la vida.
Este no es ni un lugar de la ciudad:
nadie en los bancos y, sobre la arena,
los charcos que reflejan
la luz del rótulo del hospital.
El cristal de las puertas automáticas,
que la luz del vestíbulo ilumina,
de vez en cuando se abre y deja paso
a una oscura figura rutinaria.
Unas muletas cruzan,
invisibles, la calle y se aproximan
a uno de los coches aparcados,
el nuestro, en el que iremos en silencio
bajo la lluvia hacia el dolor futuro.
Tu calidez ha sido tan efímera.
Triste felicidad la de esta calma
mientras recuerdo
cuando tú y yo teníamos mañanas
que nos guardaban las miradas.
Tenía tanto miedo
a tener que dejarte sola un día.
Por débil y pequeña que la luz
sea en la oscuridad, es mi consuelo:
no habrá más desamparo ya que el mío.

Joan Margarit.


Enhorabuena Maestro.


Friedrich

sábado, 4 de octubre de 2008

¿Un lugar vacio?

El profesor Kant
pasea por su querida Lorenzstrasse
de repente deja de pasear
y regresa rápido a casa

no es la lluvia
frecuente en Konisgsberg en esta época del año
sino un pensamiento
que quiere anotar rápidamente:
el hombre no es un objeto, es decir algo que pueda ser utilizado
solo como medio, sino que tiene que ser entendido en todas sus
acciones como un fin en si mismo.


Observa el vuelo de un pájaro
hay un momento en el que se olvida de todo
algo lo exalta

cuidado con la acera, resbala, profesor
vaya mas despacio

San Agustín:
después volví a caer hacia las cosas de este mundo, llorando.


Friedrich.