jueves, 27 de noviembre de 2008

Roma.

Un día de marzo; los árboles aún desnudos;los
platanos esperan
con paciencia el fervor verde de las hojas.
Santuarios llenos de polvo; el cinabrio y el ocre, el
siena y el burdeos,
extensas manchas de canela.
¿Por qué dejamos de hablar?
En el palacio Barberini ni un bello Narciso fija los ojos
en su propia cara,
muerta.
Ciudad de bronce que repite sin descanso: mi
dispiace.
Ciudad de bronce a la que vienen dioses griegos
cansados
como funcionarios de provincias.
Hoy quisiera ver tus ojos sin ira.
Ciudad de bronce creciendo en las colinas.
Los poemas son breves tragedias, transportables
como transistores.
Pablo yace en el suelo, es de noche,
antorchas y olor a brea.
En los cafés rápidas miradas, alguien grita, en la
mesa un montoncito de monedas.
¿Por que sí? ¿Por qué no?
En el estruendo de los coches y scooters, en el
estruendo de los acontecimientos.
La poesía desaparece a menudo y solo
quedan cerillas.
Sobre el Tíber corren niños con ridículas capas
colegiales
de principios de siglo;
al lado de cámaras y focos. Corren por una película,
no por ti.
David se avergüenza de haber
asesinado a Goliat
Perdóname mi silencio. Perdóname tu silencio.
Una ciudad llena de estatuas; solo
cantas las fuentes.
Se aproxima la Navidad, pronto los paganos
entrarán en las iglesias.
Via Giulia: las flores de magnolia guardan
su secreto.
Por un minuto de luz pagas casi quinientas liras que
echas
a la caja negra.
Nos encontramos en la Piazza Navona, si quieres,
claro.
Mateo sigue preguntándose: ¿fui llamado realmente
para convertirme en hombre?


Friedrich.

viernes, 21 de noviembre de 2008

6

I just wanna be in my own New England.


Friedrich

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Henri Beyle y yo ante una misma realidad.

[...]Cuánto pudimos pasear en aquellos días. Recorrimos Venecia por todos sus canales. Le enseñé su pintura, le conté su historia. Compramos bellísimos objetos para llevar como si fuésemos una parejita de jóvenes burgueses en su viaje de novios. Estaba fascinada con la ciudad. Por las noches después de cenar, solíamos acudir o bien al Florian o bien al Quadri, a beber unas copas mientras las orquestinas tocaban sentimentales melodías. Una noche de pronto me sentí melancólico.
-¿Sabes? -le dije-. Cierta vez,aquí mismo, en esta misma terraza... pensé que era lugar perfecto para suicidarse. Aquí. Unos somníferos, y el alcohol. Y, poco a poco, suavemente, desvanecerse esta belleza.
Me miró con cierta perplejidad. Me sonrió. Pero había algo en su sonrisa que yo nunca gabía visto, como un súbito distanciarse protector, que custiodase su alegría impidiéndole cualquier referencia que pudiera entenebrecerla.
-Odio la muerte -me dijo. Su tono era frío.
Era algo que yo había pensado en algunas ocasiones. Y acaso hubiera debido consumarlo con ella. Si, envenenarla. Hubiésemos desaparecido de este mundo como dos ángeles en un vuelo majestuoso: despreciando nuestra época y lo que ésta engordaba en su matriz. A vece le hablaba sobre lo que había sido nuestra vida, recordaba ante ella mi juventud. Pero en realidad eran monólogos que supongo que con dificultad podía entender. Ella no había vivido el mundo de antes de la guerra. Había nacido el mismo año en que la gentuza derrocó a Nicolás. Yo ya había matado antes de que ella abriera los ojos al mundo. De cualquier forma, lo que yo buscaba, ¿acaso no era precisamente esa salvaje fuerza ignorante,donde bañarme en ese Leteo y olvidar?
-Mira el Florian -le dije-. El resplandor dorado de sus puertas. Deberías verlo sobre todo en invierno, en una de esas noches de lluvia y niebla, cuando Venecia se muestra a sus mejores hijos como un ectoplasma de desolada grandeza. El resplandor dorado de las puertas del Florian, la perfección de sus líneas, lo airoso de sus techos y lámparas, la exquisita decoración, rojos aterciopelados y oro viejo, las pinturas que cubren sus paredes y que firmaron Casa y Carlini en 1850, cuando Ludovico Cadorín realizó las modificaciones que aún perduran, la suntuosidad de unos camareros que parecen salidos, prestancia y sabiduría, del óleo que dedicó en 1912 Italico Brass a este lugar insólito. Hay quizás un té mejor, en la Antica Offeleria della Meneghina en Vicenza; unos cubitos de hielo de medida mas ajustada, el Dante de Verona, el Meletti de Ascoli Piceno; unas pastas mas elaboradas: las del romanengo en Génova, las del Camparino de Milán; y, ¡por todos los dioses!, unos asientos mas confortables, el Charleston-Mazzara de Palermo donde tantos buenos ratos he pasado. Ah, Sicilia... Pero nadie sabe por qué el Florian es el Florian, y ningún otro café puede superarlo en su extraña, sombría y elegante agonía. Mas de doscientos años de existencia acreditan que generación tras generación, ninguna se ha resistido a su encanto.
>>Lo fundó en 1720 un tal Floriano Francersconi que pintó en su muestra un rimbombante Venezia triunfante que la finura de los venecianos no tardó en olvidar prefiriendo un El café de Florian que ha perdurado. En sus divanes se han sentado, han escrito, han amado, personajes como Casanova, Gozzi, Foscolo, Lord Byron, Canova, Verdi, Goethe, Ruskin, Browning, algún futuro papa, Wagner, Silvio Pellico, que lo recordó en sus Prisiones, y toda la larga, o ocaso no tan larga, lista de finos segundones, cortesanas, artistas y locos que constituyen lo mejor de cada época. El único lujo. Un ejemplo tan solo: cierta noche entré, como tengo por costumbre, al Florian para beber la última copa antes de retirarme. Era una noche de niebla y la ciudad tenía la suavidad de un muslo adolescente. Hacía frío, aunque no demasiado. Poca gente en el Florian. Me senté en el último saloncito a la derecha. Al fondo había un par de mesas ocupadas. Entró un matrimonio francés, acaso suizo, con un perro espléndido. Pidieron unos pastelitos. Después de haberles servido, el camarero volvió con una escudilla de plata llena de agua y la dispuso junto al perro.
>>Eso es el Florian.
>>Y esa altura de vuelo no se improvisa. Es como los ojos de los niños limpiabotas de Estanbul. Como los cuerpos del Ganges. Saber que el fin del mundo no es, no puede ser, sino la vana repetición de otras desventuras ya presenciadas y jamás con un interés superior al de un servicio crepuscular y perfecto. Se trata simplemente de no dejar que la realidad perturbe una determinada idea de la vida. Así, los camareros del Florian se saben depositarios de una memoria radiante donde Lord Byron avanza enmascarado seguido por su corte de enanos , putas de Damasco y desterrados y suicidas y sodomiza a su criado para poder tener, según decía, la única virginidad del siglo; donde Casanova desnuda sobre los relámpagos del salón privé a dos condesas y un obispo, y se hace servir por éste mientras las dos hermosas maúllan a sus pies como gatas siamesas; donde Ruskin entra despavorido tras presenciar un asesinato a pocos metros de la puerta y de improviso sonríe porque comprende que esa sangre vertida embellecerá la Piazza; donde Browning contempla su rostro en el cristal que cubre una de las pinturas y se ve muerto, conducido por una góndola funeraria hasta San Michele, como así sería y habría de recordarlo un célebre grabado; donde Garibaldi sueña en una mesa con el sol de Sicilia; donde Wagner lleva sus gatos a que se afilen las uñas en los granates de la tapicería.
>>Si, todo eso es el Florian. Restos de la locura, ruinas de la grandeza y de la libertad, espejo empañado de los hermosísimos gestos de unos seres excepcionales que dieron esplendor a la vida.
>>Todo eso, o, mejor, sus cenizas, es lo que ofrece el Florian. Y por eso merece que ciertas noches de Venecia tengan su barra como último paisaje. Es una luz del fin del mundo. Y allí, beber en nombre de todo lo que fue, beber por su maldito y condenado silencio de cementerio. Porque, también hay que decirlo, yo jamás he bebido con alegría en el Florian. No se puede beber en un museo. Y el alcohol y la noche regalan a sus hijos un brillo lunar de desesperación que necesita verse en otros espejos. Entonces, si lo que uno desea es beber, ver pasar al destino y sonreírle, dejar que los ojos y el cuerpo vayan adquiriendo con la madrugada esa calidad de bolero que lo hacen tan apreciable para coleccionistas y mujeres, entonces no encamina sus pasos al Florian, esa maravilla que agoniza en la plaza mas bella del mundo. Sino que pasea lentamente junto a las aguas, siente cómo se hunde lentamente una ciudad que fue orgullosa, grande, cima de sabiduría, poder y sentido del equilibrio. Y se detiene en cualquier taberna con emparrado y pide pescado y vino.
>>Pero si después, sobre todo en invierno, cuando la niebla cubre la ciudad y ya no hay turistas; si después uno ve que sus pasos lo llevan hacia la Piazza y, de pronto, como mariposas de oro en la niebla, contempla deslumbrado las puertas del Florian, entonces debe entrar, palpar la soledad y pedir una copa en homenaje a todos aquellos que a lo largo del tiempo fueron llenando la historia de este café con su gloria y su desprecio.
De pronto me di cuenta de que estaba hablando solo, estaba escuchándome a mí mismo. Ella miraba a la gente, bebía, me sonreía, pero era como si mis recuerdos fueran un cuento que a ella no le interesara demasiado. Y acaso llevaba razón. En un mundo que se desmoronaba, ¿qué podía importar si Byron o si Casanova o si los camareros del Florian disponían de una escudilla de plata para un perro? Todo el mundo miraba hacia un futuro que no veía, y el pasado era solo eso... pasado, algo de muerto y que muy pronto terminarían de enterrar los escombros de la nueva guerra que todos presentíamos-
Pero ella, si, era algo real, estaba allí, ante mi, luminosa, espléndida, decidida a vivir. Era la vida misma, su fuerza misteriosa e inagotable. Miré su boca que siempre me excitaba, la belleza de sus piernas morenas, la luminosidad de sus ojos y su piel, la inminencia perpetua del placer, esa alegría donde perderme, ese ser yo, sin nombre, sin pasado, un pedazo de carne palpitante y gozosa.
Una mañana estábamos paseando cerca del Campo San Filippo e Giacomo cuando ella se detuvo ante el escaparate de una librería. Había una exposición de libros junto a un cartel muy atractivo. Ella dio un gritito:
-¡Pero si eres tú! Exclamó alborozada.
Miré. Si. Era un libro que yo había escrito, una especie de memorias de juventud. Había varios volúmenes apilados y junto a ellos una fotografía mía, en un bosque nevado, junto al zar (supongo que fue tomada durante una cacería). Un letrero junto a los libros exponía: Ida y vuelta.
-¡Eres tú! ¡Eres tú! -exclamaba.
Es curioso. La idea de que yo fuera escritor -de que hubiese escrito un libro- la excitó. Poco después,mientras descansábamos en la terraza del Quadri, me miró de pronto con esa expresión suya tan juguetona y coqueta, que tanto me enervaba, y me dijo:
-Quiero correrme.
La miré atónito, pero muy excitado también.
-He dicho que quiero correrme. Aquí y ahora.
La miré fijamente. Era como si ella me hipnotizase. La idea de que se corriera allí mismo, en aquel momento, me excitó, muchísimo.
-Acaríciame-me dijo. Y puso esos labios de niña mimada que me provocan aún en el recuerdo el mas profundo estremecimiento.
Acerqué mi sillón al suyo, y metí mi mano bajo su vestido. Noté el frescor de sus muslos, la abisal diferencia con el tacto de las medias.
-No llevo bragas -me dijo. Y sonrió.
Y era verdad. Mis dedos tocaban ese nido que tanto amaba, sedoso, caliente. Ella separó un poco sus piernas. Mis dedos tocaron su sexo. Estaba muy mojado. Mientras tanto me miraba.
-Sigue -me dijo-. No lo va a notar nadie.
Esa clandestinidad me excitó aún mas. Empecé a acariciar con mi dedo corazón aquella hendidura caliente. Noté como se endurecía su clítoris. Ella hizo un leve movimiento para sentarse mejor, y apretó mi mano con sus muslos.
El sol se ponía, y San Marcos parecía de oro. Pasaron junto a nosotros unas damas y unos escuadristas, con sus uniformes un tanto chabacanos. Un camarero, en la puerta del Quadri, pareció darse cuenta de lo que estábamos haciendo. Miró hacia otro lado. Mientras tanto, ella iba entrando en un largo, silencioso e inmóvil orgasmo que yo muy bien percibía por sus contracciones sobre mi dedo y por el aumento de flujo en su vagina. Fue un orgasmo lento, sublime. Noté cómo iba subiendo en intensidad al tiempo que la luz del día iba desvaneciéndose sobre la Piazza. La visión de su rostro, aqeul atardecer, es de las imágenes mas nobles e imperecederas que guarda mi memoria. Cuando se hubo corrido, se dejó resbalar sobre su sillón, tomó delicadamente mi mano y la llevó a sus labios, chupó mis dedos mojados y cerrando los ojos reclinó su cabeza sobre el respaldo del sillón de mimbre. Las luces de la Piazza iban con su resplandor modificando las líneas de aquel rostro fantástico, como la luz que mueve las sombras sobre una estatua. Parecía un animal en paz, descansando, feliz, colmado y calmado. La belleza de la Basílica parecía fundirse con su orgasmo convirtiendo aquel anochecer en algo inefable. Sentí la grandeza.



Friedrich.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Sin manos.

Todo lo que veo es lo que
veo.
El rojo fuego del ocaso.


Friedrich