jueves, 18 de septiembre de 2008

Estocolmo, Brighton, Miami.

El camino
cuando lo dejas atrás
desaparece a tus espaldas
deja de existir

la geografía es una noción subjetiva
una especie de acuerdo.



Friedrich.

lunes, 15 de septiembre de 2008

s/t.

Ayer soñé con Cristo
estaba cansado dijo
a lo que hemos llegado cuesta encontrar
un vaso de agua limpia.


Friedrich.

lunes, 8 de septiembre de 2008

En Beverly Hills no tiran la basura, la convierten en televisión.

[...] Pobre. No estaba yo equivocado por entonces al suponer que su relación terminaría mal. Era excesiva. Ni estaba en su sitio la historia ni las proporciones eran adecuadas. Pero probablemente la desmesura de su pasión era algo innato a su alma rusa, un alma grande que precisaba de extraordinarios efectos. Creo que por eso precisó matar con sus propias manos al odioso Rasputín, en vez de mandar que lo mataran unos profesionales. En Italia hubiera sido de otra forma. Pero él necesitaba vivir sobre la lava. Necesitaba que todo encajase, que todo tuviera un sentido y que además éste fuera grandioso.

Querer comprender el mundo… Ese esfuerzo inútil me recuerda siempre la imagen de la princesa, aquella tarde, en las caballerizas de Santa Margherita, cuando trató de chupársela al caballo. Lo único que consigue uno es atragantarse. Quizás a alguno ese asfixiarse le deparase cierto placer, pero al final se queda sin conseguir nada y la verga del bruto a su vez queda allí, colgando, lejana, sin sentido. La vida hay que dejarla ir, no tratar de desesperarse en conocer su secreto; es mas civilizado gozar sus encantos sin pretensiones vanas. Pero esa imagen de mi querida princesa y su caballo me alegra siempre mucho la memoria. Era una tarde de verano, justo días antes dela Marcha sobre Roma de nuestros héroes de opereta. La princesa había organizado una magnífica velada para unos pocos e íntimos amigos, y al fin nos habíamos quedado solos, con esa agradable laxitud que inunda unos sentidos bien adiestrados tras una inolvidable reunión de gente que se estima. La princesa y yo habíamos mantenido esporádicas relaciones desde que ella fuese una niña. Aquella tarde, cuando al fin nos quedamos solos, inmersos en un calor que nos hacía sudar y, de cierta forma, excitante, me llevó de la mano a aquel dormitorio suyo donde una fresca brisa estremecía las finísimas cortinas. Se recostó en la cama, con el mismo aire que tanto adoré yo a sus trece años, y me dijo:
-Quiero me violes.
-Querida –le dije-, a estas alturas de nuestra vida resulta imposible.
-Quiero que me violes. Quiero sentir como si un enorme falo me empalase y me matara.
-Siento –le dije- que las normales proporciones del mío impidan ese alarde sublime. Puedo meterte dieciocho centímetros, si no ha menguado desde la última vez que lo midieron en Ischia.
-Quiero sentir como si me desgarrasen.
-Qué obsesión, querida –le dije-. De cualquier forma estoy a tu servicio. El tuyo y el de la Sangre de San Pedro son mis mas estimulantes vinculaciones celestiales.
-Ponte este aparato que me han traido de Londres –dijo.
Me alarmó un poco su petición, pero no dudé de que sería algo espléndido. María Luisa saco de una caja preciosa un enorme pene fabricado en un raro material semiduro, que yo debía ponerme enfundando el mío, y que me proporcionaba una aunque vicaria soberbia erección de treinta y cinco centímetros.
-¿Tendrás bastante? –le dije.
-Clávamela y hazme daño –suspiró-. Clávamelo, ensártame.
-Espero que no se suelte y se te quede dentro.
-¡Bestia! –exclamó-. ¡Métemelo hasta el fondo!
La princesa se tumbó en la cama, levantó su vestido dejando al descubierto aquel vientre, aquellos muslos, aquel coño cobrizo donde yo tan feliz había sido a lo largo de todas sus edades, y abrió los muslos. Con los dedos descubrió los labios de su sexo. Lo miré. Estaba rojo, brillaba de humedad.
-¡Venga, venga! ¡Ensártame! ¡Venga, clávamela ya! –suspiró.
Puse aquella pieza descomunal en la entrada de su relicario y empujé despacio.
-¡Fuerte, fuerte, fuerte! ¡Clávamela ya, destrózame, sácame las tripas! exclamó ella.
Fui metiendo aquella monstruosidad de treinta y cinco centrímetros de eslora y nadie sabe qué disparate de manga, y empujé. Me divertía la situación. El material era tan duro que yo no podía sentir nada en mi miembro. Pero eso que yo llevaba saliendo de mi cuerpo era la cima de la voluptuosidad de mi joven amiga. La princesa se tragó como si fuera arenas movedizas los treinta y cinco centímetros. He comprobado en otras ocasiones que tampoco fue un récord; en Berlín vi mujeres que se alojaban en ese encanto el puño y parte del brazo de un estibador. Pero aquella situación con mi adorable princesa me llenaba de un gozo extraordinario. Ella, conforme yo me movía, iba entrando en un paroxismo estremecedor.
-¡Si, si, si,si, si, dale! ¡Oh bestia, me corro! ¡Dale! ¡Mas fuerte! ¡Mátame! ¡Mátame! –gritaba.

En elmomento de correrse, la princesa dio un bramido, pegó con su nuca contra la cama y se agarró con todas sus fuerzas al falo bestial como si quisiera metérselo aún mas. Por un instante pensé que verdaderamente iba a destriparse. Dejó de sacudirse y se quedo como muerta sobre el lecho. Suspiró.
-Es maravilloso. Maravilloso.
-Bueno –le dije, en cuanto me recuperé un poco-, me siento muy dichoso de que hayas encontrado tu felicidad, pero debes considerar que la prueba a que me has sometido no ha dejado de inquietar mi ánimo. Quiero decir con ello, querida mía, que en este momento sineto como un aluvión de esperma que me está quemando los testículos, los riñones y regiones vecinas. Así que mucho te agradecería que procuraras aliviarme esta congestión.
La princesa sonrió, se sacó aquel tronco, que al salir hizo un ruido caldoso, como el que arranca una ventosa, salpicó el aire con el fruto de su placer, y me besó ardientemente.
-Si, mi amor. Lo que tú quieras.
Y empezó a juguetear con mi sexo. Siempre le había gustado mucho retozar con mi verga. Cuando era niña hasta lo pintaba de colores, o le preparaba vestiditos , imaguinaba historias donde él era el protagonista. A veces lo acurrucaba entrte sus pechos como si fuera un niño al que debía dormir, arrullándolo. De improviso, me miró. Frunció el ceño y tomando aquel prodigioso artefacto londinense, me dijo:
-¿Por qué no me dejas que te lo meta por el culo?
-Oh, no, querida, no dudo de que también por ese orificio hay un verdadero Edén, pero de momento no he acabado de saciarme con los que pudiéramos llamar, si es que eso quiere decir algo, placeres naturales de mi sexo. Prefiero sin duda que me la chupes. Además, para probar ese bicho con alguien, siempre puedes llamar a algún criado.
La princesa me entretuvo con una mamada histórica. Desde luego, tuvo que trabajar muy poco, pues a poco de metérsela en la boca, con aquella forma tan peculiar suya que parecía que iba a arrancarte hasta las ingles, me corrí feliz y abundantemente.
-Qué delicia tener una buena polla en la boca –dijo-. No hay sabor como ése, me confesó el cardenal Claramonti y llevaba razón.
-Lástima que no fabriquen artilugios como ese que te han regalado y que sirvan para una buena mamada. Supongo que no serían tan efectivos como los del coño, claro, siempre serían pobres al paladar. La calidad de la polla enimitable, querida.
La princesa me miró pensativa.
-Llevas razón –dijo-. Pero, ven…
Y me condujo a las caballerizas. Allí estaban sus amadísimas corceles, y entre ellos un magnífico jerezano llamado Viento. La princesa empezó a acariciar los genitales del bruto, que se pusdo contento de inmediato. Vi como le crecía una verga rotunda y fabulosa, que ella masturbó hasta que se convirtió en una especie de salchichón gigantesco poco curado que golpeaba contra la barriga del caballo. La princesa trató de chupar aquel tremendo embutido pero no le cabía en la boca.
-El coño distiende, querida –le dije-, pero la boca es poco maleable. Está en Guicciardini.
La princesa se sacó el descomunal falo de su hermosa boca y chorreando por las fauces como aquellas campesinas que devoraban sandías en las fincas de mi padre, haciendo esfuerzos por ajustar sus quijadas, me dijo:
-Mas o menos así debía saber el capullo de Rigoletto –y se echó a reir con aquella carcajada limpia y jubilosa que yo tanto amaba en ella.
Cuantas veces, a lo largo de mi vida, he echado de menos esa risa de la princesa, y a ella misma, su portentosa desvergüenza, su absoluta libertad. Con la princesa jamás había problemas con nada, siempre estaba dispuesta a sacarle a la vida su mejor pedazo. Tuvo amantes en todas las ciudades que merecen la pena. Ninguno guarda un mal recuerdo de ella. Solo su portentosa alegría, su desenfado, su desprecio de la vulgaridad y los prejucios morales. Tenía un coño por alma y la mente mas alerta que he conocido para cuanto fuera desfío estético, intuición de la belleza y persecución de la dicha.

Ella si era la Felicidad.


Friedrich.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Ritorna vincitor.

I just wanna my vodka y que me lleves de paseo en bicicleta.


Carlos.