miércoles, 18 de junio de 2008

El pasado.

Todo era fácil, nos parece ahora,
En el plástico ayer irrevocable:
Socrates que, apurada la cicuta,
Discurre sobre el alma y su camino
Mientras la muerte azul le va subiendo
Desde los pies helados; la implacable
Espada que retumba en la balanza;
Roma que impone el numeroso hexàmetro
al obstinado mármol de esa lengua
que manejamos hoy, despedazada;
los piratas de Hengist que atraviesan
en la noche propicia a la memoria,
Las letras y los dioses de Germanía;
El joven Schopenhauer, que descubreEl plano general del universo;
Whitman, que en una redacción de BrooklYn,
Entre el olor a tinta y a trabajo,
Toma y no dice a nadie la infinita
Resolución de ser todos los hombres
Y de escribir un libro que sea todos;
Arredondo, que mata a Idiarte Borda
En la mañana de Montevideo
Y se da a la justicia, declarando
Que ha obrado solo y que no tiene cómplices;
El soldado que muere en Normandìa,
El soldado que muere en Galilea.

Esas cosas pudieron no haber sido.
Casi no fueron. Las imaginamos
en un fatal ayer inevitable.
No hay otro tiempo que el ahora, este ápice
del ya sera y del fue, de aquel instante
en que la gota cae en la clepsidra.
El ilusorio ayer es un recinto
de figuras inmóviles de cera
o de reminiscencias literarias
que el tiempo ira perdiendo en sus espejos.
Erico el Rojo, Carlos Doce, Breno
y esa tarde inasible que fue tuya
son en su eternidad, no en la memoria.


Friedich.

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