lunes, 7 de julio de 2008

Mázel tov.

La grisácea monotonía provinciana de una pequena ciudad centroeuropea de principios de siglo se perfila claramente desde la oscuridad de los tiempos: sus casas grises de una planta con los patios a los que el sol, en su lento recorrido, delimita con una clara línea divisoria en cuadrados de una luz cegadora y en unas sombras húmedas,rancias, parecidas a las tinieblas: arboledas de acacias que en primavera exhalan un olor pesado, a espeso jarabe para la tos y a caramelos para el dolor pectoral, a enfermedades infantiles; el frío esplendor barroco de la farmacia con el brillo de sus recipientes blancos de porcelana de aires góticos; el lúgubre gimnasium con el patio enlosado (los desconchados bancos pintados de verde, los columpios rotos que parecen horcas y las letrinas de madera con una mano de cal), el edificio del Ayuntamiento pintado de un amarillo isabelino, el color de las hojas marchitas y de las rosas otoñales de las romanzas que, por las tardes, toca la orquesta zíngara del Grand-Hotel.
El hijo del farmaceútico, soñaba como otros tantos niños provincianos con el feliz día en el que, a través de los gruesos cristales de sus gafas, miraría por última vez su ciudad, desde la distancia impuesta por la despedida, como a vista de pájaro, como se observa a través de la lupa las disecadas y absurdas mariposas amarillas en el álbum de los días de bachillerato: con tristeza y náuseas.
En otoño de mil novecientos veinte, montó, en la estación Este de Pest, en un vagón de primera clase del rápido Budapest-Viena; en cuanto el tren hubo iniciado la marcha, el joven volvió a saludar con la mano a su padre ( que como una mancha oscura, estaba desapareciendo a lo lejos, con su pañuelo de seda en la mano), luego se apresuró a instalarse con su bolsa de cuero en la tercera clase, junto a los jornaleros.



Friedrich.

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