jueves, 28 de agosto de 2008

El mármol.

Pero cómo comparar a los invitados de aquella fiesta, todo aquel “gran” mundo, ya sin duda tocado del ala… Mis compatriotas deslumbrados por Mussolini y gritando ¡victoria! Con la boca llena de pasta,los rusos plañiendo por su zar, los españoles esperando que algún militar les quitara de encima la República, franceses atemorizados por el ectoplasma del Frente Popular… Todos gastando su dinero a manos llenas, pero mal, sin la menor finura, sin gusto, como el que quema sus cosechas antes de que caigan en manos del enemigo. Y las mujeres… enloquecidas por caer en los brazos de cualquier aventurero, excitadas por la violencia, amantes de bárbaros de camisa negra, o de los nazis, lamiendo botas y correajes como si las arrastrara el viento de la Marcha sobre Roma, el viento del inciendo del Reichstag. No sé… no sé… A lo mejor todo eso es una excitación que me pierdo, pero no me atrae en absoluto. Cómo comparar todo eso a los sublimes gozos de mi época, aquellos burdeles romanos, napolitanos, al enigmático ceremonial de Venecia, a la exquisitez milanesa, a los deleites de París, de Budapest, de Marraquesh. Pero sobre todo, Nápoles, Palermo, Capri, donde todo estaba como velado por una luz de civilización con miles de años de garantía.

Recuerdo una vez en Palermo; yo había ido a la visita anual a nuestras tierras. Era una visita inútil, salvo por la satisfacción de estar en Sicila, porque nuestras fincas gozaban de una perfecta administración. El orden estaba a cargo de Don Caló, un hombre con notable capacidad como apoderado y con dotes de mando. Jamás hubo un error en sus cuentas, y, además, bastaba su sola presencia para dirimir cualquier problema o pleito y calmar en alguna ocasión a algún revoltosillo. Don Caló celebraba siempre mis visitas a Palermo con una cena con música, muy agradable, y después acostumbraba a enviarme a mi casa alguna buena pieza que solía reservar para mi. Aquella vez me dijo, con lo últimos brindis de la cena: “Excelencia, me aceptará que esta noche le proporcione una muy grata sorpresa.” Y me mandó a mis habitaciones media docena de preadolescentes hermosísimas, casi niñas. Yo había soñado siempre con poder tener dos, en casa, acurrucadas a mis pies, desnudas y con una cadena de plata al cuello. Y hasta poder sacarlas a pasear. Animales suntuosas.

Las niñas bailaron ante mi una danza delicadamente sensual que sin duda estaba en su sangre desde antes de la Magna Gracia. Iban disfrazadas de animalillos. Sus risas jugaban con el tintineo de sus pulseras y de los cascabeles de sus tobillos. Que hermosura, qué perfección. No, ahora, ya, seguramente, difícil nos sería poder gozar tan libremente de tal esplendor.

Pero de todas formas, lo que él estaba labrando era otro mármol para otra obra de arte: la del emblema de su vida,la consecución de la Belleza Perfecta. Era la presentación en sociedad de esa escultura bellísima. Y por Dios que aquella noche estaba hermosa como la luna. Aunque yo sea dado a placeres menos tortuosos que los suyos, no pudo dejara de reconocer que algún fundamento existía para su enloquecimiento. Ella estaba resplandeciente con aquella áurea suavidad con que ceñía su carne estremecida. Verdaderamente, a su alrededor todo no parecía sino las sombras de un mundo.



Friedrich.

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